Durante el mes de diciembre es tradición para algunos negocios obsequiar almanaques a sus clientes: ferreterías, gasolineras, talabarterías, peleterías, farmacias, restaurantes y hasta surtidoras de abarrotes recurren casi siempre a fotografías de motivos trillados que pueden incluir ya sea arreglos florales, bodegones con comida, niñas y niños rubios o paisajes alpinos mostrando manantiales y cascadas que lucen tan ajenos, lejanos e imposibles como el jardín del Edén.
Pero nada como los almanaques que dan en las aceiteras, los pinchazos y los talleres mecánicos para despacharlo a uno con tremendas chavotas de destacados bultos, escasa ropa, atrevida mirada y complaciente sonrisa. A este tipo de almanaques-calendarios yo les llamo, más bien, calentarios.
A veces llegamos a acumular demasiados de ellos. Tantos, que ya no sabe uno donde colocarlos, ante lo cual queda siempre la posibilidad de sacarles raja como atractivos forros para los cuadernos, o como pósters que se cuelgan en la pared ya sin el estorbo de las hojas que marcan el paso de los días, las semanas y los ciclos lunares.
Entonces nos sorprendemos atesorando aquellas fotos a todo color como si fueran únicas en su género, talvez porque en el fondo sí nos resultan algo exótico, fuera de lo normal, igual de lejano que las niñas y niños rubios, igual de ajeno que los manantiales y cascadas de los paisajes alpinos e igual de imposibles que el sueño de recobrar el paraíso perdido.
Las feministas nos recuerdan que, al consumir estas imágenes, estamos haciendo de la mujer una mercancía y de su cuerpo un objeto de deseo. Caro paga uno la ofensa por abrazar fantasías eróticas; después de soñar con un pedazo de papel, las mujeres de carne y hueso que vemos a nuestro alrededor ya no nos estimulan lo mismo que antes...
...a menos que tengan las mismas medidas.
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